lunes, 23 de marzo de 2015

La verdadera muerte



  Leyendo algunos libros que tratan de la agonía , lo que en realidad es la vida y sus diversas situaciones, no puedo evitar pensar en el joven Gabriel. Si bien es cierto, no era cercano a mi, su vida (o su agonía) marcó la mía.

  Gabriel era un estudiante de veintitantos años, evitaba riñas y convivía con sus iguales, nunca se le notaba en extrema tristeza pero pocas veces reía con esa fuerza que da la juventud y la falta de compromisos.

  Tratando de creerme la fama que mis amigos pensaban que yo poseía, traté de iniciar una investigación que me aclarara por qué Gabriel jamás reía y también averiguar el por qué sujetaba su pecho en soledad pero no con gesto de dolor, más bien era como queriendo sujetar un recuerdo para que este no se fuera de su lado.

  Una de las tantas veces que lo observé, pude notar que su vista se perdía en el paisaje de concreto que da una ciudad aburrida, esto es normal para mi, no hay nada peor que la ciudad con sus molestos ruidos y olores desagradables.

  Gabriel se perdía a diario entre sus pensamientos mostrando al público que miraba su vida como si fuera una serie de televisión, una cara larga con unos ojos que no brillaban y una boca entreabierta como queriendo aprisionar algún lamento.

  En una de esas tardes ventosas de diciembre tuve la oportunidad de hablar con Daniel, amigo de Gabriel, compañero también de universidad y de charlas normales de jóvenes muchachos que buscaban como divertirse. Esa tarde, Daniel me confesó que estaba preocupado por su amigo, decía que hablaba poco y miraba a su alrededor como si algo lo abrumara.

-Una noche volvíamos a casa de la universidad, le pregunté a Gabriel si se sentía enfermo o si tenía algún problema en la casa con sus padres o sus hermanos y solo respondió con un “no pasa nada” seguido por una de las sonrisas más tristes que haya visto jamás...- me contaba Daniel algo afligido.

  Mientras Daniel seguía contándome lo que ocurría a diario con su amigo, yo fui haciéndome de la idea de que tenía una fuerte depresión y que era peligroso no tratar de hablar con él ya que en cualquier momento podía ocurrir una desgracia así que decidí buscar a Gabriel para charlar y tratar de buscar una solución a esta situación que a muchos nos preocupaba.

  Un día volviendo a casa me encontré con Gabriel en la estación del autobús y nos saludamos, así que le extendí una invitación para ir a tomar un café y así charlar un rato a lo que accedió sin problema alguno.

  Fuimos a un café muy rústico, tranquilo, de esos lugares donde se puede leer y escribir sin mayor contratiempo, lugar que yo frecuento con mi esposa desde hace más de tres años, cuando salíamos como enamorados para conocernos y querernos más cada día.

  Cuando me senté en la mesa con Gabriel lo primero que dijo fue que él sabía el por qué yo lo había invitado a tomarse un café y que él estaría dispuesto a contarme con lujo de detalles lo que le pasaba.

  Gabriel pidió un café negro y yo un irlandés , luego cuando el mesero regresó ya con las bebidas, comenzó una de las experiencias más desgarradoras e impresionantes que jamás haya vivido.

  El muchacho comenzó la conversación, la cual me puso nervioso desde el principio.

- ¿Usted cree que yo ya esté muerto? Dijo Gabriel.

Negué con la cabeza de manera apresurada y nerviosa mientras trataba de no ahogarme con el trago de café que tenía en la boca.

-Que cosas dices Gabriel, los muertos no hablan y mucho menos toman café. - Le dije.

-Pues le voy a contar lo que me pasa y luego usted sacará sus conclusiones- Me dijo el muchacho con una serenidad aterradora.

-Habrá notado usted Diego que yo no soy como los otros muchachos del barrio, no me privo de ciertos gustos como salir a comer o beberme una copa, pero no rio o grito como ellos, no salgo con ellos, no me gusta contarles mis cosas porque es obvio que no me entenderán.
Todos piensan que estoy loco, que debería ir al psiquiatra o que debería buscar a Dios; yo ya no necesito eso Diego, los muertos solo necesitan descansar en paz ¿no cree usted?-

  Volví a cuestionarle el por qué piensa que está muerto, que los muertos están bajo tierra y sus almas sepa Dios donde están, obviamente en un lugar mejor que este mundo acelerado y lleno de desilusión.

  Luego de cuestionarlo, Gabriel sorbe un poco de café y me hace una pregunta de esas que parecen simples pero vaya, nunca estuve tan equivocado.

-¿Sabe usted qué es estar muerto? -Preguntó Gabriel.

-Pues creo que estar muerto es ya no ser parte de este mundo, dejar de respirar, desaparecer físicamente de la vida de tus seres queridos pero permanecer siempre en sus corazones- Contesté.

El joven mete una de sus manos en uno de sus bolsillos, saca una fotografía de una joven y la coloca sobre la mesa.

-¿Sabe quién es ella?- Dice con voz quebrada el joven.

-Pues no, dime de quien se trata.

-Ella es mi asesina Diego, Ella me privó de la vida, ella se fue con todo su cariño y así me mató. Sus armas un adiós y una lagrima falsa.

  De inmediato supe que estaba frente a un joven con el corazón roto, cosa que nunca ha matado a nadie y tampoco lo hará con Gabriel.

  Escogiendo muy bien mis palabras le di a entender al chico que esto sería una de otras tantas veces en las que sufriría por una mujer, que era cuestión de tiempo y espera para que esa ilusión se vuelva a despertar en los ojos de otra joven.

  Gabriel replicó y dijo que él ya había muerto, él estaba acá tomando café con un vivo, alguien enamorado, alguien con otra vida además de la suya.

  Esa misma semana yo tenía planeado ir con mi esposa de viaje a las montañas y aprovechar de algunos días a solas en una cabaña, disfrutar de algunos días de vacaciones al final del tedioso año que ambos habíamos tenido.

  Mi esposa y yo disfrutamos de cuatro días en un hotel de montaña desde el cual podíamos ver un volcán dormido rodeado por nubes frías y bellas.

  Volvimos un domingo, día que se convertiría en algo tan extraño que aún no comprendo y me aterra.

  Ya en nuestra casa decidí ir a caminar un poco y saludar a Gabriel. Toqué la puerta de su casa y esperé a que me atendieran.

  La puerta se abrió tranquilamente y una señora con una sonrisa algo plástica me saludó.

-Hola, en que le puedo servir-

-Busco a Gabriel señora, será que le puede decir que lo llama Diego?-

-Aquí no hay ningún Gabriel, joven. No que yo recuerde- Dijo la señora con ojos perdidos y su sonrisa fingida, como si le hubieran unido los labios con pegamento.

  Volví a mi casa algo confundido y le comenté a mi esposa lo que acababa de pasar. Ella ya estaba al tanto de lo que ocurría con Gabriel porque ya le había contado de nuestra extraña charla en aquel café.

  Los días pasaban y no se sabía nada de Gabriel, era como si ya no existiera, ni sus amigos, hermanos, ni sus padres se cuestionaban el paradero de aquel joven triste y sólo, parecía que jamás lo hubieran conocido, me daba cierto temor que yo hubiera enloquecido y que ese chico fuera producto de mi imaginación.

  Mi esposa me tranquilizó diciéndome que ella también lo recordaba y que todo esto era muy extraño.

  Pasó el tiempo y era como si Gabriel jamás hubiera nacido, nadie lo nombraba ni lo recordaba.

  Una noche luego de regresar del trabajo, mi esposa con ojos de pánico me dijo que me había llegado una carta.

-Léela Diego, está en la mesa de noche de nuestro cuarto, tal vez si la entiendas porque a mi solo me provoco un terror increíble-

Me dirigí al cuarto y tome la carta, la abrí y comencé a leer.


¡Hola Diego!
¿Sorprendido? Ahora no solo tomamos café o hablamos, los muertos ahora también escribimos.
Ahora puedes creerme, lo único que me faltaba para estar muerto era que no me vieran más...
Al contrario de lo que tú piensas, no mueres y luego te olvidan, no mueres y luego te sepultan; primero te olvidan luego de amarte y ahí es cuando mueres.
Podía lidiar con la indiferencia de mis familiares y conocidos pero no con el olvido de mi asesina, la asesina bella de voz dulce...
Diego, nunca olvides a la otra mitad de tu corazón, si la olvidas te convertirás en un homicida al igual que mi amada.
Te dejo por ahora, ya te sorprendí lo suficiente, dile a Mónica que no te olvide tampoco, que no te mate...

                                                                                            Hasta pronto...

                                                                                                      Gabriel.”



  Mi cuerpo perdió toda fuerza, empalidecí y quise llorar y no supe por qué.
  ¿Será posible que podamos acabar con alguien sin empuñar un arma? ¿Sin traspasarle el corazón con una espada?

-¿Cómo diablos sabía mi nombre se chico si tú me dijiste que no hablaste de mi, si nunca me había dirigido la palabra?- Gritó mi esposa llena de pánico...

-No lo sé amor, a pesar de su edad, Gabriel sabía muchas cosas y ahora sabe más de lo que tú o yo podamos aprender en esta vida....


                                                                                    Mauricio Blanco García.







2 comentarios:

  1. Me he quedado perpleja con esta historia sin duda tambien sin palabras. Excelente Mauricio me ha encantado

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    1. Muchas gracias Tairy! De verdad estoy muy agradecido por el tiempo que sacas para leer un poco de lo que escribo!
      Puedo decir que lo que escribes me deja siempre con un sabor delicioso y con ganas de leer más y más!!!!

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